Monstruo


Cuando desperté del accidente, lo hice justo a tiempo de escuchar lo que el médico le decía a mi marido.

-Nunca volverá a ver. Debe hacer una ofrenda a Hera para agradecer que haya conservado la vida.- y sus palabras se clavan en mi corazón, como si fueran espinas angustiosas abrazando mi alma.

Pasaron los días, intentando adaptarnos a la nueva situación, las heridas de mi rostro sanaron, pude quitarme la venda de los ojos y comprobar por mí misma que el sabio había dicho verdad. Ahora estaba atrapada en la negrura, mi casa me parecía un laberinto irreconocible y todo lo que intentaba, se malograba.

Mi marido, otrora un hombre cariñoso, atento y amable, había mudado su actitud, mostrándose impaciente, huraño, sentía su mirada de desprecio clavada en mi nuca en todo momento, incluso mientras dormíamos, separados ahora. Decía que mis pesadillas le agobiaban.

Yo solo podía llorar, pero sin lágrimas, hasta eso se me había arrebatado.

Fuimos a otros médicos, a oráculos, al templo a rezar, pero nada parecía dar resultado, tan sólo obteníamos limosna y palabras de consuelo. Ya ni siquiera discutíamos, él me encerró en un silencio sepulcral, como si me estuviera enterrando a solas con el latido de mi corazón.

Marchamos en el carro, el sol abrasador caía con fuerza en nuestros hombros y sobre nuestras cabezas, no había tela capaz de aliviar el peso que Apolo imponía. Oí un reguero de agua, debíamos estar cerca de un manantial, con la mano sobre el hombro de mi marido le dije que parásemos, que iba a acercarme con un cántaro antes de continuar el viaje. Gruñó por toda respuesta y sentí que el carro se paraba. Con dificultad pero resuelta a ser útil en algo, bajé cargando en mi regazo una vasija de buen tamaño y me interné en la vegetación, estar a la sombra me alivió de forma instantánea pero no me permití distraerme, guiándome sólo por mi oído alcancé la fuente, palpé con mis manos y hallé las rocas entre las que manaba. Lavé mi rostro y mis manos, agradecida a los dioses porque, a pesar de la adversidad, me hubieran permitido encontrar ese remanso de paz. Agarré la vasija con firmeza y, sirviéndome de nuevo de mis manos y el oído, pude notar cuando estaba razonablemente llena. Sonreí al pensar lo contento que Deacon se pondría al poder enjugar su rostro tiznado por el polvo del camino en agua fresca. Estaría tan guapo como el día que nos casamos.

Un resoplido. Un chasquido. Un crujir de madera.

Me giré en redondo, abandonando la vasija a mis pies, desconcertada. ¿Bandidos tal vez?

-¿Deacon?- llamé desandando mis pasos hasta el lugar del que había emanado el sonido y, cuando sentí el sol de nuevo castigar mi piel, supe que había llegado al camino de nuevo, pero allí tuve que toser y tapar mi boca y nariz con las manos, el polvo estaba en plena suspensión debido al trote de una bestia de carga.

-¡Deacon!- la angustia en mi pecho se cerró como lo haría una mano aplastando una tierna flor.- ¡Deacon!- grité una vez más. A la nada. Al camino que se quedaba progresivamente en silencio. Tenía que estar oyéndome. Pero no se detuvo, ahora pienso que ni siquiera miró atrás. Simplemente se libró de la carga, como uno tira una herramienta que ya no le sirve.

Eso era yo. Un apero roto.


El calor sofocante del día dio paso a la fresca noche, yo no tenía ropas de abrigo, no me atreví a moverme, estaba desorientada, permanecí cerca del camino por toda la tarde a la espera de Deacon, o tal vez cualquier otro viajante que accediera a llevarme. Pasaron varios, incluso se detuvieron, pero al ver mi condición, escupieron a mis pies o arrojaron monedas, daba igual, de nada me servía ni su desprecio ni su falsa compasión. Ni siquiera me oyeron.

Se ve que además de ciega en aquel momento me volví también era muda. No se escucha a los desamparados, a los débiles, a los malditos. Y yo me había convertido en eso. Una mujer repudiada de la peor forma posible.

Terminé apartándome del camino y volví a la fuente, el arrullo del agua me hacía compañía y no me sentía tan sola.

El frescor nocturno dio paso al frío cruel y me abracé a mí misma, reposando sobre un árbol, la maleza cubría en parte mí alrededor y cortaba el aire, dándome algo de refugio, sentí los animales del bosque a mi alrededor, pájaros nocturnos, pequeños roedores y puede que algún conejo. No tenía miedo, no de ellos, ellos no me habían hecho nada, tal vez una fiera aparecería a no mucho tardar y me devorase, lo mismo daba, si me quedaban ganas de rezar, no lo recuerdo, pedí que la muerte llegase pronto.

-¡Vaya qué tenemos aquí¡ ¡Un pie!- la estridente voz me sacó de mi estado de duermevela y antes de que pudiera recomponerme o esconderme, una mano me arrastró cogiéndome del tobillo lejos de mi refugio, mi vestido se levantó dejando al aire mis largas y blancas piernas, casi exponiéndome por completo.

Asustada y confusa, elevé los brazos sobre mi cara en un acto defensivo que ni siquiera entendí bien.

-Mirad chicos, una ninfa del bosque.- oí la voz proveniente de encima de mí, a un lado, el hombre me observaba desde arriba, su tono jocoso y su mal olor me dieron la información que necesitaba en ese momento. No estaba solo. Y era un bandido.

-Por favor, no llevo nada, no me hagáis daño, sólo tengo la vasija, podéis llevárosla.- supliqué aterrorizada, sin atreverme a moverme ni un poco, sin saber a dónde dirigir mi cara al hablar.

-Calla zorra, nos llevaremos lo que queramos, ese vestido parece bueno… ¿es que no me miras cuanto te hablo? ¡Descarada!- una nueva voz amenazante irrumpió en la escena, más grave que la anterior, pero antes de que pudiera analizarla o saber bien de donde venía, un manotazo cruzó mi cara por el hueco que había abierto en mis brazos para pedir clemencia. Era un hombre grande y fuerte, sin duda, puesto que el bofetón me hizo rodar por el suelo hasta acercarme a la fuente, sentí la humedad salpicar mi piel

-¡Es ciega!- señala entonces una tercera voz, juvenil, no sería mucho mayor que yo misma. Su tono parecía sorprendido y tal vez un poco cohibido.- Seguro que solo es una mendiga, vámonos.- sugiere ese bandido pero es interrumpido por el primero, el de la voz estridente.

-¿Mendiga? De eso nada, ese vestido es bueno y tiene todos los dientes, te lo digo yo, esta belleza no sabe lo que es pasar hambre, te lo aseguro.

-Igualmente no hay nada que podamos sacar, estamos perdiendo el tiempo, es peligroso estar en este lugar…

-Bueno ya conoces el dicho…-el tipo de la voz grave, el que me había golpeado, acercándose, sus pasos me parecieron que hacían temblar la tierra bajo mis manos. Su voz había bajado varios tonos y me puso la carne de gallina y no era por el frío- si la vida de da limones…- de improviso, sus dedos agarraron mi barbilla, bueno, en realidad toda mi mandíbula, rodeándola con su enorme mano- haces limonada.- no podía verlo pero estoy segura de que el muy cerdo sonrió al decir eso mientras me levantaba sin esfuerzo en el aire.

-Jajá bien dicho Argiestes, ¡hagamos una buena limonada con esta ninfa!- el de la voz estridente había cazado rápido la intención del tipo grandote y sentí como ya revoloteaba lujurioso a mi alrededor.

-Por…por favor no…- me lamenté, agarrando el enorme brazo de mi captor con mis pequeñas manos, no podía abarcar el grosor de su antebrazo- por favor…- no había lagrimas corriendo por mis mejillas.

Un crujido de ramas detrás de mí me hizo estremecer. ¿Acaso eran más?

-¿Quién anda ahí?- preguntó el de la voz juvenil, desde lejos, era el más apartado de la escena. Había un temblor en su voz.

Los otros dos dejaron las risas y la sorna, lo cual me preocupó ¿qué era lo que se acercaba? ¿Una fiera quizás? ¿Soldados? Mi esperanza nació de su evidente miedo.

El tal Argiestes me soltó de golpe y caí al suelo de rodillas, apoyada sobre los codos, resollando por el dolor que sus manos me habían causado.

Oí el filo de las espadas desenvainarse mientras el crujir de las ramas se definía en la negrura de mi visión, acercándose. Un sonido más empezó a aparecer en el espectro de lo que mis oídos afinados eran capaces de escuchar. Un siseo. No…muchos. ¿Serpientes? Sentí mi rostro palidecer ¿acaso los dioses habían enviado una lluvia de víboras para acabar con todos?

-Qué hombres tan apuestos y tan valientes…tres a uno contra una mujer…- la voz, indudablemente femenina, hizo su presencia en el claro, el siseo aumentó en volumen y en cercanía, fuera lo que fuera, sonaba hostil y la voz de la dama…fría como el hielo.

-Es… ¡Es ella! ¡No la miréis!- gritó la voz estridente, aterrada- ¡Argiestes!

Escuché algo que no había oído en mi vida, un sonido parecido al crujir de una piedra al ser cortada, en un movimiento ascendente y pensé que así debía sonar cuando un acantilado se precipitaba sobre sí mismo, pero en lugar de ser un sonido de caída, este subía, como si hubiera empezado en los pies del grandullón y acabado en su rostro, mezclándose éste con un gemido horrorizado y agónico.

-Es inútil…- el tono de la mujer es casi lujurioso, al tiempo que gélido y determinante. Era como el destino, la encarnación de la muerte.

Sentí que se alejaba de mí a una velocidad pasmosa, el aire que agitó a su paso azotó mi fino vestido sin prestarme atención y los correteos apresurados de los otros dos bandidos se detuvieron en seco, sonando sendos golpes secos como piedras cayendo al suelo desde una buena altura, haciendo temblar la tierra a su alrededor.

Silencio. Solo el murmullo del agua manando del manantial. El siseo se calmó hasta confundirse con el aire que movía las hojas cercanas. Yo temblaba igual que ellas, confusa y asustada por no poder saber qué estaba pasando. Me había salvado de ellos pero ¿qué era ella?

-Se…señora gra…gracias por su ayuda yo…no puedo pagarla…-empecé a balbucear, tocando el suelo con mi frente, con las manos extendidas por la hierba.- Me ha salvado de esos…esos monstruos.

Por unos instantes ella no dijo nada, pero curiosamente, pude sentir su mirada clavada en mí.

-¿Monstruos?- pronunció ella despacio, paladeando cada sílaba, parecía ser esa la única palabra que le había importado de las que yo había dicho.

-S…si ¿no? Es decir…son como…-confusa, intenté averiguar por qué la mujer se había quedado anclada en ese adjetivo.

-Monstruos. – termina mi frase por mí, y siento que las puntas de mis dedos tocan otros ajenos, cálidos y suaves- Estás helada, no deberías estar aquí. Levántate.- su voz suena imperiosa pero amable, no admitía lugar a réplica.

Obedecí inmediatamente, con torpeza, intentando no tropezar con mi propio vestido, apoyándome en ella y en sus fuertes manos más de lo que me hubiera gustado.

-Lo siento.- me disculpé sin poder evitarlo cuando me di cuenta de que yo había levantado la mirada para verla con mis blancos y vacíos ojos directamente, por instinto.

-¿Por qué te disculpas?- preguntó ella, con un tono curioso.

El sonido del siseo, de muchos siseos de serpientes continuaba a nuestro alrededor, proviniendo de algún lugar de delante de mí, pero eso no tenía sentido ¿no? Pero no me asustaba, era un sonido que empezaba a antojárseme agradable, me producía más curiosidad que miedo.

-Por mirarla, sé que mi aspecto asusta y la gente lo considera un mal presagio.

Por algún motivo que en aquel momento no entendí, mis palabras volvieron a causar gracia en la mujer que tenía delante.

-Entiendo. Sí, mi aspecto también suele causar esa sensación en otros. Ven, te llevaré a un lugar cálido y seguro.- tomó con sus manos mi brazo, sirviéndome a la vez de apoyo y guía, rodeando mi cintura con su otra mano. El sonido de las serpientes se desplazó a mi lado y ya no pude contener mi curiosidad.

-Disculpad, señora pero… ¿Cuál es vuestro nombre?-pregunté mientras noté como mi brazo se rozaba con una fría piedra que habría jurado que tenía forma de brazo de hombre.

Se hizo el silencio unos instantes hasta que ella lo rompió, acariciando mi brazo con su mano, entrelazando las yemas de nuestros dedos.

-Medusa.- dijo despacio.

Sorpresa. Conmoción. Y por alguna razón, una sonrisa afloró en mis labios, apretando su mano con las mías y apoyé mi cabeza en su hombro al caminar.

-Gracias por salvarme, Medusa.- pronuncié despacio, plantando un beso en su mejilla, tan cálida como sus manos.

Yo no pude verlo, años después mi esposa me lo dijo; aquella fue la primera vez que la hice sonrojarse.

Medusa y la mujer ciega, obra de Jenni Prince